Hay guerras que se libran dentro del propio cuerpo. Batallas silenciosas, íntimas, cuyo desenlace desconoces. Lo único cierto es que no saldrás ilesa. Nadie atraviesa esta vida sin marcas. A veces, la lucha no viene de fuera, sino de lo más profundo: nuestras propias hormonas, que como corrientes invisibles y agitadas, pueden tornarse tormentas, desgarrando sin aviso, dejando huellas en lugares que solo el alma alcanza a sentir.
En medio de ese combate, llegarán personas que, sin decir una palabra, sabrán ponerse en tu piel. Otras, en cambio, no podrán sostener tu dolor. No siempre por falta de amor, sino porque apenas logran cargar el suyo. Se alejarán despacio, o de golpe. Y aprenderás —sin rencor— a vivir sin su presencia, a no esperar, a cultivar una forma silenciosa de compasión hacia quienes temen al dolor y, por eso, huyen de él cada vez que lo ven en otro cuerpo. El miedo no es buen compañero de viaje.
Entonces juegas con tu imaginación creando un aeropuerto, ese hospital al que has ido ya más de cien veces y dónde el propofol y la anestesia general te han ofrecido ya varios viajes. Te quedas allí, en la sala de embarque, observando cómo las puertas se abren y se cierran, cómo personas van y vienen, vuelos despegan sin previo aviso, pasajeros se despiden antes de marcharse y otros desaparecen sin volver la vista atrás. Y tú, quieta, permaneces en silencio mientras todo a tu alrededor sigue en movimiento, hasta que anuncian tu vuelo.
Quizás para eso sirve la enfermedad: para enseñarte a sostenerte en medio de la incertidumbre, para desarrollar un tipo de humor que te permita tomar un poco de distancia del abismo. Para aprender a sobrevolar diagnósticos que te cambian la vida y a enfrentarte a la certeza brutal de que habrá partes de tu cuerpo que deberán ser arrancadas… solo para que el resto pueda seguir viviendo. O para calmar un dolor que la enfermedad, con obstinación, vuelve a recordarte una y otra vez.
Y así, siempre extiendo el brazo derecho. Es una rutina silenciosa, casi automática, como quien ya conoce de memoria cada control de seguridad de ese aeropuerto al que regresa una y otra vez. Porque del izquierdo ya no pueden sacar sangre. Ese lado guarda cicatrices y memorias que necesitan cuidado. Nadie lo nota, pero para mí, cada extracción es también un recordatorio: hay zonas del cuerpo que han atravesado demasiados aterrizajes forzosos y, por eso mismo, merecen descanso.
El tiempo, por sí solo, no cura nada. Pero lo que hacemos con él, sí. Quizás lo más sanador sea permitirte sentir. Cada emoción, cada angustia, cada miedo —incluso el más pequeño— merece un lugar. Vivimos en una sociedad que ha confundido el arte de afrontar con la costumbre de anestesiar. Se nos invita a evitar el dolor, a huir de él con medicamentos, frases motivacionales y filtros de Instagram. Pero el dolor, cuando no se le permite ocupar su espacio, regresa. A veces con más fuerza. Otras, disfrazado de insomnio, ansiedad o cansancio sin explicación. Tal vez se trata de aprender que decir “esto me duele” es, en muchos casos, más sanador que fingir “estoy bien”. Ambas cosas pueden ser ciertas y necesarias en el proceso de cualquier pérdida, por grande o pequeña que sea. Porque sentir no es rendirse, es simplemente atreverse a habitar lo real. Y dejar crecer el alma en esa realidad.
Hemos reemplazado los ritos por selfies. Buscamos dopamina a través de una pantalla en lugar de consuelo. Pero en realidad, lo que más cura es un abrazo breve que, aunque corto, alivia el alma. Un gesto simple, pero profundo, que no necesita filtros ni conexión WiFi. Porque hay redes que no son virtuales, sino humanas. Redes de brazos que te envuelven cuando caes, y cuyo eco —silencioso pero inmenso— permanece en el tiempo, sosteniéndote mucho después de que el abrazo haya terminado.
A intervalos, te ausentas del mundo, como si se cancelaran todos los vuelos. Pero cuando empiezas a sentir las señales, guardas silencio. Te detienes, te recoges. No vas, no estás para los demás. Te preparas —en silencio— para regresar a ese aeropuerto al que ya conoces demasiado bien, sin saber cuál será tu próximo destino. Has aprendido a aceptar el siguiente trayecto, aunque no siempre sepas a dónde te llevará.
Me imaginaba allí, en la misma sala de embarque de siempre, donde me he visto partir y regresar tantas veces, más de cien. Un lugar donde lo incierto se vuelve rutina, y la espera, compañera. Ese es el espacio con el que avanzo. Ya no con la fuerza de una guerrera, sino con la quietud de quien observa, de quien resiste desde el centro de sí misma.
Y entonces, mientras todo dentro de ti parece temblar, piensas en la nieve silenciosa de Sierra Nevada, en la luz suave del Pirineo catalán, en los verdes de Costa Rica, en el viento húmedo de Edimburgo o en las piedras del Camino de Santiago. Lugares donde fuiste tú sin miedo. Y ahí, justo ahí, nace la pregunta más honesta: ¿Podré perdonarme por no haber parado antes? ¿Por no haber escuchado a mi cuerpo, que otra vez gritaba que no podía más?
Y entiendes que eso no es rendirse. Es, más bien, no olvidarte de ti misma. Es enfocar mejor qué hacer y para quién lo haces.
—¿Alguna pregunta más sobre la intervención? —pregunta alguien al otro lado del escritorio, mientras tú apenas asientes.
Y entonces ocurre eso que ya conoces: te conviertes en un cuerpo. Solo eso. Un cuerpo al que van a dormir. Un cuerpo al que otros, con batas y luces frías, van a invadir. Con bisturís. Con agujas. Con protocolos.
Mientras tu mente, tu alma —aquella parte invisible que nadie ve en las resonancias y ecografías— huye a otro sitio. Tal vez a un recuerdo, tal vez a la montaña, al mar, a un lugar seguro. Para protegerte mientras estás inconsciente.
Y ahí, en ese espacio suspendido entre lo que se corta y lo que se queda, entre lo que duele y lo que salva, entiendes que tu cuerpo no solo te sostiene. También te habla. También te pide que, al despertar, no solo sobrevivas sino que regreses entera.
Pero puede ocurrir que haya quien te quiera entera ya, como si nada hubiera pasado. Como si nada se hubiera roto por dentro. Puedes intentar aparentarlo, claro. Sonreír. Responder. Volver a funcionar. Pero tú lo sabes: ya no eres la misma.
Estás transitando otra transformación. Y lo haces de pie, en ese aeropuerto que vuelve a ser tu refugio. Allí donde te acompañan los recuerdos, las pequeñas certezas, los rostros que te sostuvieron y la esperanza, silenciosa pero firme, de que todo, poco a poco, volverá a recolocarse.
Y aunque no exista un “para siempre”, algo en mí ha encontrado un remanso. Una quietud que no vino de la calma, sino del temblor. Una paz que solo llega cuando dejas de huir del dolor y, en lugar de temerle, te sientas a escucharlo. Porque vivir no es evitar el dolor, es atravesarlo. Y en medio de todo eso —el miedo, las cicatrices, las ausencias— aprender, por fin, a estar presentes.
A veces, cuando se habla de tumores, todo suena clínico, aséptico, frío. Te dicen: “Eso hay que quitarlo. ¿Para qué lo quieres ahí?” Y tú, exhausta, ya no discutes. Asientes. Dices: “Pues sí”. Pero dentro de ti sabes que no se trata solo de extirpar algo enfermo. Porque los tumores no viajan con equipaje de mano. Lo invaden todo. Se expanden como si fueran pasajeros que ocupan asientos que no les pertenecen. Y para sacarlos, hay que desocupar zonas completas. Crear márgenes seguros. Derribar incluso partes que estaban sanas, solo por precaución.
Algunos órganos, demasiado comprometidos, también deberán salir del cuerpo. Como si tu aeropuerto interior perdiera terminales enteras. Y nadie ve eso desde fuera. Pero tú lo sientes. En tu equilibrio, en tus hormonas, en la forma en que habitas el mundo. En el modo en que ya no estás completa, aunque estés viva.
Y luego llegan los tratamientos coadyuvantes, que entran como refuerzos. Llegan a defenderte, sí, pero también a lastimarte. Como aviones militares que aterrizan en pista de emergencia: necesarios, pero ruidosos, brutales. Te ayudarán a seguir, pero dejarán marcas en cada célula.
Y tú, sentada en ese aeropuerto extraño que antes era tu cuerpo, observas los paneles de salidas y llegadas. Sabes que ningún vuelo vuelve igual que como partió. Ni tú. Y buscas reconocerte.
Tal vez sea eso lo que más necesitamos: poder sentir sin culpa. Poder dolernos sin prisa. Dejar que los duelos respiren. Que el llanto se haga lugar sin necesidad de esconderlo. A no anestesiarnos de la vida. A habitarla entera. Y solo entonces, cuando todo dentro de ti empiece a recolocarse —sin prisa, sin ruido—, volverás a salir al mundo. No igual que antes, pero más atenta, más viva, y con una fuerza distinta: esa que nace no de la batalla, sino de haberla atravesado.
Dedicado a todas esas mujeres que han vivido o vivirán la extirpación de sus ovarios y de su útero. Muchas de ellas, a edades muy jóvenes.
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